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CAMINAR SIN RUMBO

 He caminado sin rumbo, intentando encontrar una línea de meta que pudiese traspasar. Lo he hecho en silencio, pero gritando, sonriendo mientras me secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

Me he detenido buscando una bocanada de aire fresco, sin embargo, el instinto le dice que es la única forma de estar vivo.

Me he caído, me he roto el pantalón y me he clavado incontables piedras en la mano. Pero me he levantado, me he sacudido el polvo y he continuado.

Exhausta, he analizado la situación y me he dado cuenta de que he cometido varios errores…

No mirar atrás y creer que caminaba sola.

Ahora, miro a los lados y veo a todas esas personas que me han acompañado siempre, que se han detenido en busca de esa bocanada de aire, que se han caído y se han levantado sacudiéndose el polvo, dejando ese orificio en el pantalón.

También puedo observar a aquellos que nos miran desde la barrera, a lo que giran la cabeza al vernos pasar, a los que nos aplauden o se mofan de tus fracasos o errores e incluso a los que se echan las manos a la cara y nos increpan.

Cada uno tiene una historia y un camino que narrar, pero hay algo que les une, ninguno tiene sangre en las manos, ni polvo en sus ropas.

Hoy he entendido por qué no hemos sido capaces de encontrar esa bandera y esa meta a pesar de los kilómetros recorridos.

Hoy he recordado por qué aquel día en el que todavía paseaba de la mano de mi madre, al preguntarle que qué era la igualdad; tras un breve, pero eterno silencio, me respondió: “una utopía, cariño, pronto lo entenderás”.

Pero hoy he tenido un día gris, he contemplado, con más incredulidad que decepción como le entregaban con un fuerte apretón de manos, el trabajo de mi vida a un inútil con corbata, como si mi ausencia pudiera considerarse un logro que engrose su lista de méritos, no, yo no llevaba corbata, y él sí, y a eso se ha resumido el asunto.

Me he sentido sola, lástima que no sea mi día y la aparte con el pie como puedo, no siempre soy dulce y sensible, por mucho que mi entrevistador, con su sonrisa condescendiente y sus veinte años más que yo, me haya tratado como una princesita, pasando las hojas de mi currículum como quien pasa rápido las páginas del periódico que no le interesan.

Las palabras me reconcomen y se me pegan al cuerpo, igual que el vapor, húmedo y agobiante. “Mala suerte chica, no te preocupes, eres mona, te colocarás pronto” ¡¡¡Qué rabia!!! Mi carrera, mis dos másteres y mis decenas de cursos de especialización muertos de asco en un cajón, despreciados en once palabras… No niego que alguna vez haya sentido mi sexo como algo que me perjudica, pero nunca tan punzante, tan hiriente e injusto como hoy. Hoy, 13 de marzo, han radicalizado mis ideas y provocado mi reacción, me muerdo los labios hasta sangrar… qué ganas de gritar, de haberle partido la cara a ese gilipollas del entrevistador.

Ahora, estoy abrumada, en el sofá, con una taza de café que no va a permitir que duerma bien esta noche, re inspeccionando, analizando hasta la saciedad qué pudo fallar ¿a quién quiero engañar? No iba a dormir, aunque hubiera prescindido del café, necesitaba el dinero…

En esta tesitura, con mi guirigay de pensamientos e histerias, entre lágrimas, mocos y decepciones, me da por pensar en la abuela.

No por nada, tan solo he visto su foto, radiante en su traje de novia, en blanco y negro, en la mesilla destartalada donde he apoyado la taza. El feo surco que ha dejado en la madera, no casa con la imagen impoluta de la mujer, que me mira fijamente desde su marco.

No tenía muchas fotos, y esta, es la única que yo conservo, cuando se casó tenía bastantes menos años que yo ahora.

Qué curioso se me antoja de repente, nunca jamás se me ocurrió pensar en la abuela como una mujer de mi edad, la abuela siempre fue la abuela, y casi me parece mundano, herético pensar en ella más allá de aquella señora elegante de manos suaves a pesar de los años y arrugas sabias.

A pesar de todo, diría que he llegado a conocerla, poco a poco, juntando los retazos de las pequeñas historias que papá ha ido contándome, esos días malos, cuando el dolor de haberla perdido, solo parecía poder sanarle compartiendo. Todavía hoy, sé que le cuesta,

y que a veces no puede contener las lágrimas cuando se acuerda de ella, y supongo que es normal ¿no?.

La abuela se llamaba Pilar, y su nombre fue el preludio de una vida de estrecheces y remiendos, ella, como cuando los grandes autores, impregnan a sus personajes con todo el significado de su nombre, para que nos sea más fácil entender su si no, tuvo un nombre muy adecuado.

Yo la conocí poco, murió cuando tenía siete años, joven, a causa de la mala suerte o de la mala vida, y mi recuerdo más nítido, es que montaba en cólera porque venía a verme, yo correteaba por la casa descalza, y ella sufría porque tenía pánico al más mínimo resfriado.

No era una mujer risueña la verdad, aunque papá era capaz de sacarle algunos amagos de vez en cuando.

Acumulaba comida en cantidades innecesarias, tenía una despensa, que, a mí, a mi corta edad me impresionaba, jamás lo explicó, ¿para qué? Todos sabemos que las marcas del hambre no se borran, aunque años y años más tarde, nades en la abundancia, la abuela vivió la posguerra, y si nunca le hizo falta comentarlo, en su casa no se pasaría hambre mientras ella pudiera remediarlo.

La abuela era la mayor de sus cuatro hermanas, ella tuvo que luchar para que le permitieran asistir al colegio hasta los doce años, después, aprendió a coser, y siendo como era, una virtuosa de las telas, se dedicó a ello en cuerpo y alma hasta el día en que se murió, al principio, para alimentar a las muchas bocas que había en casa, sesenta años después, porque era el único modo que conocía de agasajar a sus nietas, confeccionando los vestidos más bonitos y brillantes de la ciudad.

Pasó tantos años, en esa casa vieja, de un barrio viejo, en esta ciudad, no menos vieja, cosiendo, con la vista clavada en su labor… que de repente en un micro instante paro, ya no era capaz ni de enhebrar una aguja, y me dolía de verdad, pensar en que ella, ya no sabía dónde estaba ni que hacía de un día para otro.

Ella era muy lista, es cierto que leía con dificultad, y no le gustaba escribir, pero era la definición perfecta de “una gran mente desaprovechada” en los ojos le brillaba esa chispa de inteligencia, que mezclada con su arrojo le hubiese permitido hacer hoy, lo que hubiera querido con el mundo.

El café se me ha quedado frío, mirando embobada la foto de la abuela, recopilando información en mi cabeza, recuerdos… palpo mi cara, tratando de averiguar, qué es lo que queda en mí de ella, si hay algo más aparte de las facciones redondeadas y el pelo oscuro, si quizás… podría yo importar su fuerza y hacerla mi bandera.

Si ahora estuviese aquí, probablemente mis disertaciones le provocarían una de esas preciadas sonrisas… ¿Usarla como ejemplo hoy? A ella, que le provocaba sudores pensar en que su marido o su hijo pudiesen tener que coger una escoba, que conducir la asustaba tanto que prefería no saber qué días viajaban sus hijos.

¿Ella? Reina de las telas, del corte y confección, señora de misa diaria, correcta en todo, buena creyente, buena madre, buena esposa, ella, mujer coraje, niña insana, entregada siempre a los de fuera, y dispuesta a poner a todos firmes una vez pasado el umbral de su puerta.

La abuela, que fue la abuela siempre, con doce años, en su boda y en su muerte.

Tan antigua, como las casas semiderruidas del casco viejo de Cartagena, si, sin duda, hoy podría ser mi blasón, mi estandarte y mi bandera.

Porque la sensación que yo tengo esta noche, sola en casa, melancólica y aferrada a una foto antigua, ese sentimiento que me inunda de “yo contra el mundo” no es ni nuevo, ni original, y mañana, cuando me levante y vuelva a la carga a otra entrevista, a entregar otro currículum impoluto y a decir “no señor, no soy mona, soy un profesional igual que usted” yo, podría ser Pilar, podría ser “la abuela”. La abuela de una niña, que en sesenta años podría preguntarse cómo es posible que hace apenas unas décadas fuera un problema tener un bebé y trabajar.

Por alguna extraña razón, este último convencimiento me consuela, me proporciona fuerzas “hay cosas que no cambian” me digo, convencida de que yo, tampoco voy a rendirme “y eso, hará que cambien cosas”

Y aun sabiendo que no voy a dormir, que la emoción y la cafeína, me levanto del sofá, que he dejado húmedo por la toalla de la ducha, y descalza, enfilo el camino hacia la cama.





Comentaris

  1. LS abuelas, abriendo camino. Pero esa confianza que ellas ponían en nosotras y nuestros talentos, casi nunca bastan si se nos juzga por un rostro y una talla.

    Un abrazo, y a seguir.

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    1. Tienes razón, las abuelas ponían mucho de su parte y de tanto que saben y hoy en día los jóvenes como nosotros no sabemos tanto como ellas ni de cocinar ni nada de eso y nunca llegaremos a estar a la altura de nuestras abuelas.

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  2. Yo quería mucho a mi abuela un relato genial
    gracias por compartir
    Besotes

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    1. Me alegro que te haya gustado mucho. De nada.
      Besos

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  3. Es genil este relato
    Me gusta mucho
    Besos

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    1. Muchas gracias por pasarte por mi blog. Me alegro que te haya gustado

      Besos

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